Aquellos ejemplos del viejo

Por: el Dr. Andrés Corona Sánchez.

 

            El camino era sinuoso, la cuesta pronunciada, pedregosa y llena de arbustos con espinas, el zacate estaba tan crecido que casi nos tapaba y sólo se apreciaban las veredas que los animales hacían por la falda del cerro. Era cerca de medio día cuando llegamos al puerto, cansados, con una sed intensa y llenos de abrojos por lo que decidimos sentarnos a la sombra de un árbol de guaje.

            Nos despatarramos en el suelo y dormitamos un poco para mitigar el cansancio que nos aquejaba, enseguida, el hambre se apareció manifestándose como un ligero dolor en nuestros estómagos, el sudor se había secado en nuestros cachetes dejando como huella unos hilos salados que nos llegaban hasta el cuello. De pronto divisamos a lo lejos un mechón de árboles verdes del otro lado del cerro pelón, ahí se encontraba el ojo de agua que andábamos buscando, y hacia él nos dirigimos.

            Sí de seguro ahí encontraríamos a los animales que buscábamos, las dos terneras a punto de parir, que desde hacía algún tiempo no encontrábamos y un potrillo alazán de mi padre que en tiempos de secas acostumbraba soltarlos cerca de esos lugares para que no padecieran de hambre y sed. Nos fuimos acercando despacio para que los animales que ahí sombreaban no se espantaran y pegaran carrera, pues con tanto tiempo sueltos se volvían huraños y cerreros.

            Al primero que vimos fue al alazán, pero ya no era aquel potrillo peludo y flaco que habíamos llevado en la cuaresma, ahora era un animal precioso, macizo, grande, de pelaje brillante y cuartos traseros fuertes, briosos y nervudos; mi apá se le quedó mirando, tratando de adivinar cómo lazarlo y yo me quedé muy quietecito escondido entre el zacatal. De pronto mi padre se levantó y empezó a silbar, el caballo al oírlo quiso correr, pero de pronto empezó a calmarse y a mirar hacia el lugar de donde venía el chiflido. La verdad yo no sabía por qué mi padre en lugar de acorralarlo para lazarlo había empezado a chiflar, y sin decir nada empezó a moverse lentamente y a sacar del morral unas mazorcas que poco a poco fue desgranando. Aquel brioso animal lo miraba de lado y se le veía la intención como que quería salir de estampida, pero algo lo detenía y se fue calmando poco a poco a tal grado que se fue acercando despacio dando unos pequeños resoplidos.

            Mi viejo muy calmado se fue poniendo en cuclillas y siguió desgranando las mazorcas en la copa de su sombrero y el animal al oír el sonido de los granos de maíz se le fue acercando poco a poco hasta que de su mano comió los primeros; enseguida lo empezó a acariciar y a hablarle muy despacio hasta que el canijo animal se dejó acariciar todo y dócil aceptó la reata sobre su cuello. Yo no salía del asombro por la forma en que ese animal se había dejado agarrar, cuanta experiencia cobijaba al viejo, que con paciencia y buen trato lo capturó. Ya tranquilo el animal, se dejó montar de mi padre y empezó a caminar presuroso por esas veredas que se dibujaban por entre los zacatales, con la intención de ir a arrear a las terneras que pastaban muy cerca de ahí y que al sentirse acosadas por caballo y jinete dóciles empezaron a caminar rumbo al camino viejo. Empezamos el regreso a casa y al llegar al puerto, mi viejo me dijo, móntale pa’ que te vaya conociendo, y la verdad le tuve miedo al animal, por eso preferí agarrar un burro canelo que nos seguía y a pelo lo monté.

            Cuando ya estábamos cerca de casa, las terneras empezaron a trotar más rápido, pues habían venteado ya el agua fresca de la pila de la casa; el burro empezó a rebuznar y el caballo aceleró más el paso. Los perros ladraron cuando los animales llegaron a la puerta de golpe y mi madre presurosa corrió a abrirla. Desmontamos despacio de nuestras cabalgaduras y nos metimos a la sombra del corredor de la casa en el que cansados nos recostamos sobre los frescos pretiles y nos quedamos profundamente dormidos.

            Ya entrada la noche nos despertó el rico olor a comida, un aporreado con unas memelas calientitas que mi madre había preparado para sus dos cansados peones, el exquisito menú lo devoramos de inmediato y para bajarnos el bocado nos empujamos un jarro de atole de pinole. Las estrellas brillaban y el fresco de la noche empezó a sentirse, los perros ladraban, las terneras mugían, el burro rebuznaba y el alazán se sacudía después de revolcarse en la tierra del patio; pasado un rato más, nos dirigimos a nuestras camas de otate y cariñosamente abrazamos nuestras almohadas de trapo y nos quedamos dormidos de nuevo, qué dicha, estábamos ya en casa.

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