Mis sueños, tus sueños

Por: el Dr. Andrés Corona Sánchez.

 

            Ese fue mi primer trabajo fuera de casa, hacer la revoltura, acarrear la arena, la grava, los tabiques, hacer la revoltura y esperar órdenes del maestro; que arrima los clavos, que jálale al hilo, que agárrate el pico y ahora la pala, que arrima las tablas, en fin que mi primer día fue devastador, casi un martirio, pues ya por la tarde me dolía todo el cuerpo y eso que estaba acostumbrado al trabajo rudo, pero éste era diferente y demasiado pesado para mi edad. La verdad quise rajarme, pero mi deseo de ser alguien en la vida me dio fuerzas para seguir adelante.

            Y así fue como empecé a conocer a ese grupo de gentes que conforman ese gremio, y del cual como les digo formé parte, fue ahí donde se acrecentó el deseo de ser alguien en la vida, pues escuché sus historias, sus triunfos y fracasos, su forma de ser, la vida que llevaban, la forma de comportarse, los piropos que decían y de entre los cuales aún recuerdo algunos de ellos: “ay chiquita, tu padre ha de ser arquitecto, porque te hizo muy bien”, “mamacita, con esa cimbra pa’ qué quiero castillos”. “chiquitita, esa revoltura estuvo buena, pues mira cómo quedaste”.

            La vida siguió su curso y con el tiempo mis esfuerzos dieron sus frutos, pues el maestro (en lugar de maistro) me encomendó ya otras tareas menos pesadas.

            Ahora que controlaba el material y la herramienta, me dedicaba a soñar con mi tierra, con los animales del cerro, el trabajo con mi padre, extrañaba las comidas de mi madre, mi cama de canchire, mis cobijas de costal, el viejo Capire en el que me trepaba a cantar por las tardes, el vuelo de las chuparrosas y el canto de las cunguchas. Cuando regresaba por las noches a mi cuarto de láminas de cartón, miraba al techo imaginando aquel cielo limpio y estrellado que a diario admiraba en el patio de mi casa.

            Muchas veces me imaginé oír los rebuznidos de los burros, el mugido de las vacas, el canto de los gallos, los ladridos de mi perro, las pláticas de mis padres y el suave aire que corría por el viejo corredor de mi casita de adobe; muchas veces soñé los fuertes aguaceros, y que la tormenta hacía que el agua pasara por entre las tejas y me mojaba la cara, pero al despertar me encontraba solo en ese cuarto que me acondicioné y que me servía de refugio.

            Ahí lloré muchas veces lleno de angustia, rodeado de soledad y de abandono, muchas veces con hambre, muchas veces sin sueño.

            Por las mañanas trataba de disipar mi soledad con los demás compañeros de trabajo, haciendo bromas, diciendo piropos a las muchachas que pasaban, pero no era fácil olvidar todo lo que había detrás de mí; por eso un día le di gracias al maestro y me regresé a mi terruño, con la intención de ver a mis viejos, de estar en mi tierra, de acariciar la parcela, de oír el bramido de las vacas, los cantos de los pájaros y chicharras y sentir de nuevo cómo la tormenta pasa el agua por debajo de las tejas y me moja la cara.

            El triunfo llegó y lo disfruté con ellos, apenas muy poco pero lo supieron, por eso aquí sigo, viviendo sin ellos, cuidando las vacas, ladrando los perros, cantando los pájaros y mirando los cerros, tan solo esperando, mirando ese cielo que tantos recuerdos me guarda con celo, soñando, soñando.

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