La inolvidable boda de mis viejos

Se realizaba una boda, yo creo que la mejor de aquellos tiempos, se habían conocido desde niños y desde entonces empezó el idilio entre ellos; María, una guacha muy chula del rancho del Zipiate y Leodegario, un guache macizo del rancho de Uspio; ambos se conocieron en la fiesta de los Tres Viernes, y desde que se vieron, quedaron prendados uno del otro, hasta que realizaron su sueño, casarse. La misa la oficiaba el padre Damián, sacerdote muy querido por todos los rancheros de la región, pues convivía seguido con ellos.

Al término de la misma y a la salida de la Iglesia, los escalones se inundaron de granos de arroz que le aventaban a los novios; las filas para felicitarlos eran largas, sobre todo de los parientes, quienes como regalos les entregaban a ella flores y a él paliacates rojos como una muestra de respeto.

El guache de Serapio, arrimó la carreta que adornó Doña Adelfa, con racimos de blancas flores de Cueramo y unos manojos de olorosas Receda; los acompañantes montaron en sus bestias y partieron hacia donde se iba a realizar la fiesta, la cual empezó cuando los novios llegaron.

Era casi medio día, la fiesta estaba en todo su apogeo, la banda de Cútzeo, que dirigía Macario Viveros había terminado su tanda con el danzón Nereidas y los rostros de los comensales se perlaban de sudor por el sofocante calor que hacía a pesar de que en el patio de la casa se había puesto un manteado como sombra. Las ampolletitas de cerveza salían una tras otra de las tinas llenas de hielo para los hombres y los refrescos de Spur Cola para las mujeres; también salieron a flote los pañuelos para limpiarse el sudor, los rojos que portaban los señores y los de algodón blanco de las señoras.

El descanso fue corto, porque enseguida tenía que tocar el conjunto de la tamborita de los hermanos Mora, cosa que ya la mayoría esperaba, y que entre afinada y afinada, iniciaron con una melodía clásica en las bodas, ¡Felicidades!, lo que hizo que los asistentes aplaudieran fuertemente cuando empezaron a bailarla los que se habían casado, Leodegario y María, eran gentes muy apreciadas por eso acudieron a su boda las familias vecinas de casi todas las rancherías; por eso se iban vaciando poco a poco las cazuelas de arroz y mole, y qué decir de la tina de los tamales nejos, de los frijoles puercos y del mezcal.

De pronto el conjunto de los Mora empezó a tocar el Son de la Tortolita, lo que hizo que los asistentes se amontonaran en derredor donde se había puesto la tabla para bailar, Chendo hizo el pozo grande, con dos cántaros nuevos para que se oyera fuerte el zapateado de las parejas, el primero que entró fue Mariano Avellaneda, pero la polla lo opacó rapidito, y empezó la gritería, ¡voy polla!, ¡a esa polla le falta gallo!, ¡ora Quirino, éntrale cabrón!. Quirino era un ranchero afamado por su exquisita forma de bailar y de redoblar los Sones, y le decían el “guaco”, por las manchas de Vitiligio que tenía en cara y manos.

Ya medio cerveceado y con uno que otro mezcal entre pecho y espalda, se abrió paso entre la gente aquel ranchero que tenía el don de bailar al ritmo exacto de la música, y empezó la gritería de aquella gente que sabían la clase de gallo que entraría al quite.

Cuando Quirino pisó la tabla, en la otra punta ya estaba bien plantada Josefina, una guacha fina pal zapateado y que tenía la característica de que a casi todos los bailadores los cansaba luego, luego; pero no se había topado con nadie parecido al “guaco”, el agarrón que se dieron fue grande hasta que la guacha mejor abandonó.

Pero la gritería subió de tono cuando los novios llegaron a bailar, la gente se abrió para dejarlos pasar y los de la tamborita empezaron a tocarles el Pañuelo, un gusto muy apreciado por la gente de mi tierra caliente, la tabla empezó a temblar y los cántaros a resonar fuertemente y la gritería de amigos animando a los recién casados. Unos gritaban ¡ora sí ese gallo jalló polla!, y otros decían, ¡esa polla ya jalló gallo!, costumbres de mi tierra mis amigos, costumbres de gente limpia, honesta y buena, de gente de bien.

Las mesas donde se servía de comer estaban cubiertas con manteles de encaje y adornadas con ramas y flores de Tirinchicua, las tandas pasaban una tras otra y parecía no terminar, sin embargo poco a poco se fueron desocupando mesa tras mesa hasta quedar vacías, igualito que las cazuelas de comida y las tinas de tamales; la música de viento y la de cuerdas siguieron tocando hasta que los asistentes se fueron despidiendo uno tras otro. Ya pardeaba la tarde cuando los músicos se retiraron y sólo quedó el tiradero por donde quiera y la pareja se quedó feliz, yo creo que esa noche fue cuando me concibieron, mis queridos viejos, por eso soy y seguiré siendo muy feliz.

¡Es cuanto!.

 

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Un comentario sobre «La inolvidable boda de mis viejos»

  1. GRACIAS POR ESCRIBIR RAN BONITO RELATO DE LAS BODAS DE SUS PADRES, HACE VOLAR LA IMAGINACION Y SENTIRSE COMO UN INVITADO MAS EN ESA BODA TAN ALEGRE.
    FELICIDADES POR SER TAN FELIZ Y MIS MEJORES DECEOS POR QUE SIEMPRE LO SIGA SIENDO.

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