Como si se tratara de una especie en vías de extinción que se refugia no en los canales de Xochimilco, sino en los cajones de las cómodas, entre recibos de Elektra y estampitas de San Judas Tadeo o la Virgen de Guadalupe, el billete de 50 pesos con el ajolote ha trascendido su valor fiduciario para convertirse en objeto de fe, fetiche de supervivencia económica, y en no pocos casos, amuleto contra la inflación.

Porque sí: el ajolote, anfibio emblemático, criatura mítica, símbolo de la resistencia anfibia y del milagro cotidiano, es ahora también símbolo de la esperanza monetaria. Cientos de miles —si no millones— de mexicanos conservan con esmero uno o varios ejemplares del billete morado, no por su poder adquisitivo, sino por su poder esotérico. La gente lo guarda no para pagar, sino para soñar: que algún día valdrá mucho más que sus cincuenta tristes pesos, que se volverá billete de colección, que será el bitcoin de papel del mexicano de a pie.
Es en los tianguis de barrio, en las terminales de autobuses foráneos, en los altares domésticos junto a las veladoras del Divino Niño, donde este billete cobra su verdadera dimensión. “Yo tengo uno desde que salió, y ahí lo tengo guardadito, porque dicen que se va a cotizar alto”, dice doña Tomasa, comerciante de Mixcoac, mientras saca el billete, plastificado y casi beatificado. “Es que trae al ajolote, joven. Y el ajolote es muy sabio.”
Y no está sola. Según estimaciones no oficiales, pero sí profundamente populares —las únicas que de veras cuentan en estos menesteres—, más de 10 millones de mexicanos guardan al menos un billete de ajolote. Si multiplicamos esa cifra por 50 pesos, obtenemos un total de 500 millones de pesos que no circulan, que no compran bolillos ni abonan tandas, sino que yacen ocultos, atesorados como estampas de una fe monetaria. Es decir, el ajolote no sólo es un símbolo patrio, también es un actor clave en el microteatro de la economía nacional.
Como si se tratara de una moneda virreinal o un billete de la Revolución, esta pieza lanzada en 2021 con motivo del Bicentenario de la Independencia ha sido convertida por el pueblo en ícono, en reliquia. Porque los mexicanos no coleccionan monedas, coleccionan milagros. Y este billete, con su tono lila que recuerda a la bugambilia de las vecindades, con su reverso lacustre y sus anfibios nadando entre lirios, no representa la economía sino la esperanza de que algo, aunque sea un billete, tenga futuro.
Y claro, como todo lo que el pueblo vuelve símbolo, ya hay mercado negro: en línea se venden algunos ajolotes por hasta 1,500 pesos, especialmente si tienen una clave rara, un número de serie capicúa o si —Dios mediante— el ajolote parece guiñarte el ojo. Porque aquí no basta con tenerlo, hay que tener el que tiene “algo”.
Así, el ajolote ha mutado, como lo hace en la naturaleza. No sólo es anfibio: ahora es santo, es inversión, es memoria, es superstición. Es México. No lo gastamos, porque no queremos que se acabe lo poco que creemos que nos pertenece.
Y como diría el cronista de las multitudes que ya no volverán: el billete del ajolote no se circula, se venera. Y en el México que no quiere gastar ni ilusiones, este papel vale por lo que no cuesta.